He aquí, el primer capítulo.
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En las horas de la madrugada, el puerto
solitario de Martabat recibe a un visitante desconocido. Se escucha cómo la
canoa choca contra el pavimento y la madera y cómo su único tripulante sale de
allí. Dentro de un callejón oscuro se encontraba un soldado que hacía turno de
vigilancia; que al verle salió de su puesto de vigilia acercándose con lentitud
hacia él, quién vestía de ropas mojadas y desteñidas.
-¡Usted, el desconocido, venga, debemos
hablar. No puede entrar en esta ciudad, que aunque esté llena de borrachos
y vagabundos como su persona, aún sigue
siendo hermosa y justa! Esto es Martabat. Identifíquese.
El hombre desconocido escucha los
molestos gritos del soldado, y se dirige a él, sin ninguna alternativa.
-Yo soy Haid de Atróveran, una ciudad
utópica sólo para ustedes, miserables generales y comandantes, allí reprimen a
los nobles como esclavos ¡Y no es que yo sea uno! Ni esclavo, ni noble. Escapé
de aquel infierno, pero veo que me he encontrado con otro. Diga su nombre.
El soldado, indignado por el insulto a
sus principios toma su mosquete y lo situó al frente de él, para imponer su
poder y respeto.
-Mi nombre es Andrés y no te incumbe saber de qué lugar procedo-
explicó el soldado- seré misericordioso, ya que es la primera vez que usted
visita esta hermosa ciudad. Aquí se respeta a la autoridad, y si en Atróveran
no lo hacen, debe aprender que aquí sí.
Ahora vete, antes de que me arrepienta.
Haid, temeroso de aquella amenaza, se fue sin hablar, asustado.
Las nubes chocaron y un enorme rayo cayó sobre el pavimento formando
en ese instante una tormenta, la lluvia comenzó a caer, Haid se fue del lugar
mientras dejando al soldado en la mitad del puerto. Dentro de una de las casas
en ese mismo puerto, se encontraba el
general y administrador, de dicha zona, quién ordenaba lo que debía suceder.
Salió buscando a Andrés, pues previamente había espiado su conversación con
Haid.
- ¡Señor Proust!- Exclamó hacia dicho hombre, un poco gordo y
sudoroso, a pesar de la condición climática, conocido principalmente por ser
cruel con sus subordinados, siendo odiado por aquellos hombres que él
comandaba.
Andrés se inclina como signo de su inferioridad. Proust no le presta
atención y se detiene, espera a que él se levante para dirigirle la palabra. Él
general molesto le refuta.
-Por mis medallas y mi honor. Pensé que servirías de algo ¡Dejaste
escapar a un posible criminal! ¿Te sientes feliz por ello?- El superior le
golpea, dejándole humillado en el suelo, le escupe a la cara; riéndose de la
agonía que han de sufrir sus subordinados, le patea la entrepierna y con burlas
se retira, dándole la espalda, volviendo al edificio donde estaba.
De regreso, en la sala de la comisaría local, donde se encontraban los
superiores de esa ciudad, 8 en total; cada uno dirige una parte distinta de la
ciudad, para controlarla. Todos los días discutían para saber cómo crear los
problemas de cada lugar, y así, proponer las soluciones del mismo.
- Uno de mis inútiles soldados encontró a un posible ladrón. Dejándole
escapar por buena gente. ¡Esas cosas se deben corregir! ¡Imagínate si es un
conspirador!- exclamó Proust, con miedo, mientras los demás generales lo
observaban con aburrimiento, uno de ellos le preguntó su nombre y en el
instante Proust se levantó con su cerveza en la mano gritando- ¡Haid de
Atróveran!.
Aquellos importantes señores desconocían el nombre dicho, todos
callaron ignorando al general del puerto; y él, que se sentó con vergüenza al
darse cuenta que a nadie le importó su preocupación, cada uno tenía que
preocuparse de su lugar y comentar en la reunión, únicamente para que el mayor
de la orden de realizar algo. Y habló Nicolás Aboaasi, el mayor en el puesto.
- Nadie como él podría revelarse ante nuestro sistema, irrompible,
insaciable. Cualquiera que se atreva a destruirnos, será colgado antes de que
su idea revolucionaria pueda extenderse en masa, ya que gobernamos un pueblo
ignorante, insensato. Incapaz de pensar por sí mismo, los únicos que podrán
colocarlos ante nosotros serán aquellos extranjeros de zonas libres, vagabundos
errantes, incomprendidos sociales; ellos desean poder elegir quién gobernará a
las tierras y mares, ¡Nos destruiría si eso fuese realidad! Pero aunque él fuera así, con una sola persona no
cambias al mundo.
Todos, maravillados por las palabras de su mayor, se levantaron y
aplaudieron, Proust secándose las lágrimas en sus mejillas dice.
-Qué bonito habla usted, mi señor.
II
En las lúgubres calles de Martabat, un hombre corría, buscando un
lugar donde pasar la noche, su apariencia podrida le evitaba entrar en posadas
o tabernas donde nadie lo aceptaría. Después de una larga búsqueda, encontró un
lugar donde dormir, el suelo; él recordaba los horrores que sucedieron en
aquella isla tropical llamada Atróveran, La ciudad imperial, colonizada por
aquellos que siempre desearon darse a conocer con el poder ensimismado, cómo la
auténtica expresión de la fuerza en sí, no justifica su fin, sólo mantienen
inmanente la necesidad de fomentar su naturaleza de sometimiento y ascendencia,
y por ello esas personas deben matar. Las calles, llenas de soldados que azotan
a esclavos y les obligan a hacer cosas horribles; ellos, intentan escapar para recibir libertad. Él,
partió de allí para embarcarse en una aventura marina, hasta llegar a lo que
hoy conocemos como Martabat, donde delirios de libertad e igualdad pasan debajo
de la tierra, entrando a las mentes ignoradas de la zona. Haid, era el hombre
que corría.
Su sueño fue corto: la noche tan larga. Al despertar él salió a buscar
comida u hospedaje. Tanta suerte tuvo, que le regalaron un pedazo de pan y agua, para
que coma y recupere fuerzas, mientras los demás señores le miraban con miedo.
Uno de los hombres se quedó mirándole, se le acercó y se sentó junto a él en el
suelo sucio, cubierto de barro.
-¿Cómo se llama?-
-Haid- responde mientras le mira a los ojos.
-¿De dónde viene?
- De Atróveran.-
Sorprendido, por el nombre de aquella ciudad, donde se dice que nadie
podía escapar. Le pregunta, sin vergüenza.
-¿Te sientes libre ahora?
- Siento que soy libre, pero sé que no lo soy.- responde con la cabeza agachada.
El hombre se levanta, limpiando su pantalón, sacó una pluma y en una
servilleta escribiendo unas palabras, mientras miraba a Haid y le decía- Espero
que sepas leer, señor Haid- y le entrega aquel papel con direcciones y nombres.
El desconocido se iba, desvaneciéndose en la niebla. Mientras que por
otro lado de la calle, unos soldados observan al hombre que yace en el suelo,
pensando que es un ladrón.
-Vagabundo, levántese- le patea levemente el soldado.
-No soy vagabundo, me han dado hospedaje, pero no sé cómo llegar-
Los soldados lo levantan – ¿Y conoce la dirección?- Haid sin decir
nada les muestra el documento, Los soldados se asombran al ver quien le ofreció
hospedaje -Ese hombre es un tirano, no te juntes con los de esa calaña… Aunque
ya debes estar igual de podrido que él-
aun así lo llevan para no quedar con dudas. Tras un largo recorrido por
la ciudad, en media hora llegó a la
peculiar calle “Las Musas” conocida por una taberna del mismo nombre, donde
Ulises Aguilar, su dueño, tenía un conocimiento basto sobre su sociedad a pesar
de ser otro repugnante ser, odiado por los imperios e igualmente, por los
pobres. Al verles en la puerta, Ulises saludó.
-¡Por fin ustedes sirven de algo! Gracias por traer a mi amigo del
alma, mi amigo de Atróveran, lo esperaba ansiosamente. Ahora por favor
retírense de mi vista-
Los soldados se fueron, mientras eran aplaudidos por las personas que
viven en esa calle.
- Me han dicho que usted es un tirano, un traidor. ¿Con que merito
dicen eso?- Pregunta Haid.
- Con muchos. – Tomó de la mano a Haid y lo invita a entrar en la
posada; donde las mujeres posaban semidesnudas en la barra y los hombres,
rufianes de la ciudad se alojaban con beneficios característicos de dichosa
calle. Al subir las escaleras, se encontraba una mesa, donde cuatro hombres
esperaban el regreso del anfitrión, individuos cuyos deseos tal vez fueron
distintos a los de Haid, o Aguilar… Pero sea por lujuria o avaricia, siguieron
el camino que les mostró el servidor Ulises.
- Ésta es la Asamblea. Estamos reunidos aquí hablando sobre temas. El
principal, la democracia.- dice y en sus ojos había mucha esperanza.
- ¿Ustedes creen en eso? ¡Pierden el tiempo!- Haid golpeó la mesa.
Se levanta un hombre cubierto de ropas finas que le hacen parecer
fornido, su cara tapada por un sombrero enorme de color rojo sólo se ve su
bigote y su fina quijada.
-No hablamos de hoy, hablamos de aquello que gracias a nosotros y a
varios de nuestros patriotas se hará realidad, hablamos del futuro que todos
anhelamos, donde haya oportunidad para cualquiera.-
- ¿Quién eres? –
Se quitó su enorme sombrero rojo, situándolo sobre los papeles que
estaban sobre la mesa.
-Soy William, el Conde de Martabat y no es necesario que se presente, ya todos sabemos su nombre y de dónde
proviene.- Aquel individuo que mantiene mucho dinero; ha sido un viajero en
gran parte de su vida y así, conociendo
muchas culturas. Después de tantos años en otros lugares volvió a su ciudad
natal, Martabat, para imponer su nuevo pensamiento, irrelevante para los demás
e incluso, algunos aspectos de dicha ideología son estúpidos para aquellos que
están sentados junto a él.
Un silencio incómodo se dio en aquella sala pequeña, mientras en la
planta baja se escuchaban las risas y el golpe de las botellas al hacer brindis
seguidos; y se podía oler vino y aguardiente de aquellos miserables borrachos,
a la vez de que, se levanta otro hombre que explica los deseos de aquel pequeño
gremio.
-Estamos en búsqueda de la libertad, la paz y la igualdad.¡Estamos
dispuestos a dar nuestras vidas por ello! ¡PARA QUE EL FUTURO SEA LO QUE HOY LLAMAMOS
UTOPÍA! Y aunque seamos recordados u olvidados, moriremos sabiendo que ayudamos
a este lugar a ser de nuevo independiente. Somos Las Tarántulas, vivimos
escondidos, esperando a nuestro enemigo para que cuando le veamos… ¡Ja! Sabes
el resto.
Haid desconfiaba de ellos, incluyendo más, a este que habló
recientemente. Él se llama Louis Vásquez. Un soñador e idealista de nacimiento.
III
Nicolás- Necesitamos infundir miedo ¡miedo!, para que nadie se nos
revele y se queden sumisos temiendo quedar como los hombres que ahorcaremos mañana,
al amanecer.- Opinaba Nicolás, imponiendo un nuevo trabajo para cada general.
- ¿Cuáles hombres?- Pregunta Proust mientras mira fijamente a Nicolás.
- No me importa cuántos o quiénes, sólo necesitamos mínimo dos, no me
importa si son más- Ordena Nicolás.
Uno de los hombres se levanta y opina -Pueden ser vagabundos o
rateros, ¡Deberíamos ir ya! – Mira de reojo a la ventana- que ya es de noche.
Al pasar el rato, los hombres salieron del local para buscar a los desdichados
que serían colgados. Los aldeanos al ver las calles llenas de soldados en la
noche se asustaron y se escondieron en sus casas, ya habían pasado por
situaciones parecidas.
En el mercado se encuentra Proust junto a cinco soldados que lo
protegían y seguían sus órdenes, buscaron a las infames personas, prostitutas y
vagabundos. Uno de sus soldados se acerca y le susurra.
- Aquí están, cinco desdichadas personas que morirán cuando canten los
gallos-
Las horas pasaron lentamente durante esa noche. Nadie salió y las
calles estaban vacías.
Pasaba el tiempo y todos esperaban al amanecer, los desdichados al ver
el sol asomarse por el horizonte agacharon sus cabezas, resignados, la sombra de aquellos seres se mantuvo sobre
el adoquín, no fueron culpables, no todos.
Al ser aproximadamente las 7 de la mañana, la multitud se presentó en
la plaza observando cómo les culpaban de cosas que jamás en su vida habían
hecho. Y taparon sus caras con la tela oscura y mal oliente. La muerte estaba
cerca, y el miedo estaba dentro de cada persona que los vio caer.
La soga ha caído, los hombres están colgados. Y quedarán así hasta que
sus cuerpos sean sepultados.
Adiós… Inocentes.
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